Al escribir estas páginas, tengo el deseo de agregar todo lo que Dios me haya dado para contribuir al progreso de la Iglesia a través de los diversos ejercicios que ponen a prueba su fe. No puedo dudar de que gran parte de la verdad moral de la que dependen las siguientes consideraciones, ha sido comprendida por muchos creyentes, por aquellos que estudian con devoción la Palabra de Dios. Pero he sentido —en la poca comunión, aunque mucho trato, que los tales tienen entre sí— que el hecho de expresar, con la bendición de Dios, estos pensamientos, puede dirigir la atención de los creyentes hacia el verdadero objeto de la Iglesia, y poner de manifiesto más explícitamente a la Iglesia por medio de la Palabra divina; y que, en consecuencia, al recibir dichos pensamientos, también será posible definir su carácter y conducta, asegurando, bajo la bendición de Dios, una mayor conformidad de operación.

También se podrá así establecer, fortalecer y afirmar a la Iglesia en la esperanza que le es propia, y hacer que ella exhiba con más claridad y poder la gracia de Dios al mundo; conducir a los creyentes a una más positiva confianza en las operaciones del Espíritu Santo, y esperar menos en las ideas de los hombres y en las cooperaciones humanas, o en lo que se verá al final que no son más que puros intereses humanos.

Si bien los objetivos y los propósitos de los creyentes son de naturaleza muy diversa, y están muy lejos del designio para el cual Dios los ha congregado —el cual Él mismo propone como el objeto dominante de su fe y, por consiguiente, el motivo de su conducta—, el resultado inevitable, aun en presencia de la misericordiosa providencia de Dios, es la división y el sectarismo, ya bajo la forma de iglesia nacional o disidente.

Doy por sentado aquí que las grandes verdades del Evangelio constituyen la fe que profesan las iglesias, como es el caso en todas las iglesias Protestantes genuinas. Pues la justa consecuencia de recibir las verdades evangélicas por la fe, y su efecto en el hombre, es la purificación de los deseos en amor —una vida para Aquel que murió por nosotros y que resucitó, una vida de esperanza en Su gloria—. Pretender, pues, la unidad allí donde la vida de la Iglesia carece enteramente de las justas consecuencias de su fe, es pretender que el Espíritu de Dios dé su consentimiento a la inconsistencia moral del hombre no regenerado, y que Dios esté satisfecho de que Su Iglesia se deje caer de la altura de la gloria de su sublime Cabeza, sin siquiera testificar contra la deshonra que ello le causa.

En realidad, nunca ha sido así: una cantidad de juicios desde afuera señalaron por bastante tiempo el desagrado divino mientras la Iglesia se iba hundiendo. Y cuando quedó completamente sumida en la apostasía, él levantó a Sus testigos, a aquellos que gemirían y clamarían por las abominaciones que se cometieron en ella. Estos testigos —en medio de una profunda oscuridad en cuanto a entendimiento espiritual— testificaron contra la corrupción moral que imperaba en la Iglesia; y, conscientes de que el Señor Jesús los había redimido del presente siglo malo, dieron testimonio de la apostasía de la Iglesia profesante.

Cuando plugo a Dios elevar este testimonio a una posición pública —a la vez que la verdad doctrinal (podemos creer) fue plenamente desarrollada para el establecimiento y la edificación de la fe de los creyentes—, de ninguna manera resultó que la Iglesia, como consecuencia, salió, en espíritu y con poder, de la depresión para asumir el carácter que le había sido originalmente conferido según el propósito de su Autor y ser así un testigo claro y adecuado de Sus pensamientos al mundo. En realidad, eso no es lo que ocurrió, por más bendecida que haya sido la Reforma, como todos lo tenemos que reconocer con profunda gratitud. Pues la Reforma estuvo en gran manera y manifiestamente mezclada con la intervención humana. Y aunque la presentación de la Palabra, como aquello en lo que el alma podía apoyarse, fue algo concedido por gracia, sin embargo una gran parte del antiguo sistema todavía era mantenido para la constitución de las iglesias, lo cual de ninguna manera era el resultado de la revelación del pensamiento de Cristo, conforme a la autoridad de la Palabra y a la luz que ella arrojaba.

Esto —independientemente de la excelencia de los individuos— confería un carácter al estado y a la práctica de la Iglesia que muchos discernieron como falto de aquello que es aceptable a Dios. Pero como la autoridad de la Palabrahabía sido reconocida como la base de la Reforma, muchos procuraron seguirla, según creían, de la manera más perfecta posible. De allí surgieron todas las ramas de Disidencia[1], en proporción a la mundanalidad o al alejamiento de Dios de parte del cuerpo reconocido públicamente como la Iglesia. Porque debe tenerse en cuenta que, entre aquellos que tuvieron parte en el reavivamiento religioso desde el tiempo cuando el Papismo predominó sobre las naciones hasta tiempos recientes, por lo general se llamó la Iglesia a aquello que ha sido reconocido como tal por los gobernantes de este mundo, y no por personas que habían sido libradas del poder de las tinieblas, y trasladadas al reino del amado Hijo de Dios (Colosenses 1:13); personas que habían llegado a la “congregación (iglesia) de los primogénitos que están inscriptos en los cielos” (Hebreos 12:23).

Estas observaciones son en alguna medida aplicables a todos los grandes cuerpos Protestantes nacionales desde que el orden y la constitución exteriores se volvieron un asunto de tanta prominencia, lo cual no había sido el caso originalmente cuando se trataba principalmente de la liberación de Babilonia.

De todo esto surgió una consecuencia anómala y penosa: que la verdadera Iglesia de Dios no tiene ninguna comunión manifiesta. Supongo que ninguno de sus miembros negaría el hecho de que en todas las diferentes denominaciones haya individuos de la familia de Dios que profesan la misma fe pura; pero, ¿dónde está su vínculo de unión? No se trata de que profesantes inconversos estén mezclados con el pueblo de Dios en su comunión, sino de que el vínculo de su comunión no es la unidad del pueblo de Dios, sino, de hecho, sus diferencias.

Los vínculos de unión denominacional son los que en realidad separan a los hijos de Dios entre sí; de manera que, en vez de que los incrédulos se encuentren entremezclados con el pueblo de Dios (lo cual es de por sí un estado imperfecto), los integrantes del pueblo de Dios se hallan como individuos, entre los cuerpos de cristianos profesantes, unidos en comunión sobre bases diferentes; y no, de hecho, como el pueblo de Dios. La verdad de esto, creo, no puede ser negada, y, por cierto, es un estado muy extraordinario para la Iglesia de Dios.

La investigación de la Historia de la Iglesia

Pienso que la investigación de la Historia de la Iglesia nos ayudará a entender la razón de ello. Pero no es éste mi propósito ahora, pues estoy escribiendo sencillamente sobre aquel principio de inquirir y corroborar lo que caracterizó a aquellos que temían a Jehová y que hablaron cada uno a su compañero (Malaquías 3:16). Pero ello ha de constituir seguramente un asunto práctico de gran importancia para el juicio de aquellos que, porque aman a Jerusalén, les «duele verla echada en el polvo», de aquellos que aguardan “la consolación de Israel”. Creo por cierto que habrá un desarrollo gradual del pueblo de Dios mediante una separación del mundo, en la cual muchos de ellos quizás ahora piensan muy poco.

El Señor estará con su pueblo en la hora de su prueba, y los ocultará secretamente en el tabernáculo de Su presencia. Pero no es mi propósito seguir con presunción mis propios pensamientos al respecto. Podemos señalar que el pueblo de Dios, desde el creciente derramamiento de Su Espíritu, ha hallado cierta clase de remedio para esta desunión (un remedio manifiestamente imperfecto, aunque no falso), en la Sociedad Bíblica, y en los esfuerzos misioneros. La primera proporcionó cierta unidad vaga en el hecho de que la Palabra tenía un reconocimiento común, lo cual, si se lo investigara, mostraría que, aunque no reconocido en su poder, lleva en forma inherente, aunque parcial, el germen de la verdadera unidad. Lo segundo proporcionó una unidad de deseo y de acción, que conducía en pensamiento hacia aquel reino, cuya falta de poder se había hecho sentir. Y en estos esfuerzos misioneros hallaron cierto alivio para ese sentimiento de falta, que había producido en ellos las operaciones del divino Espíritu.

Sabemos que era el propósito de Dios en Cristo reunir todas las cosas en Cristo, así las que están en los cielos como las que están en la tierra; reconciliadas consigo mismo en Él; y que la Iglesia debía ser, aunque necesariamente imperfecta durante Su ausencia, sin embargo, por el poder del Espíritu, el testigo de esto en la tierra, al congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Los creyentes saben que todos los que son nacidos del Espíritu tienen una unidad sustancial de pensamiento, de modo que se conocen mutuamente y se aman unos a otros como hermanos. Pero esto no lo es todo, incluso si se cumpliese en la práctica, pero no se cumple; porque ellos debían ser uno de tal manera que el mundo conociese que Jesús había sido enviado por Dios. En esto todos debemos confesar nuestro triste fracaso. No intentaré tanto aquí proponer medidas para los hijos de Dios, sino más bien establecer sanos principios; porque me resulta claro que ello tiene que provenir de la creciente influencia del Espíritu de Dios y de Su enseñanza invisible; pero tenemos que observar cuáles son los obstáculos positivos, y en qué consiste esta unión.

En primer lugar, lo deseable no es una unión formal de los cuerpos profesantes exteriores; lo cierto es que es sorprendente que haya protestantes reflexivos que la deseen. Lejos de ser para bien, concibo que sería imposible que un cuerpo así pudiera ser reconocido de alguna manera como la Iglesia de Dios. Sería un duplicado de la unidad católica romana. Perderíamos la vida de la Iglesia y el poder de la Palabra, y la unidad de vida espiritual quedaría totalmente excluida. Sean cuales fueren los planes en el orden de la Providencia, nosotros sólo podemos actuar sobre la base de los principios de la gracia; y la verdadera unidad es la unidad del Espíritu, y tiene que ser obra de la operación del Espíritu.

En medio de la gran oscuridad que prevaleció en la Iglesia hasta hoy, la división exterior ha sido un punto de apoyo principal no sólo de celo (como generalmente se admite), sino también de la autoridad de la Palabra, la cual es el instrumento de la vida de la Iglesia. La Reforma no consistió, como comúnmente se ha dicho, en la institución de una forma pura de iglesias, sino que se caracterizó por presentar la Palabra, y por exponer el gran fundamento y piedra angular cristiano de la «Justificación por la fe», en el cual los creyentes pueden hallar la vida.

Pero si la perspectiva que he adoptado del estado de la Iglesia es la correcta, podemos concluir que es enemigo de la obra del Espíritu de Dios quien defienda los intereses de cualquier denominación particular; y que aquellos que creen en “el poder y la venida del Señor Jesucristo” (2.ª Pedro 1:16) debieran guardarse con el mayor de los cuidados de un espíritu así; porque éste está llevando de nuevo a la Iglesia a un estado ocasionado por la ignorancia de la Palabra y la falta de sujeción a ella, e imponiendo como un deber sus peores y más anticristianos resultados. Ésta es una de las más sutiles y predominantes perturbaciones de la mente: “él no nos sigue” (Marcos 9:38), aun cuando se trate de hombres verdaderamente cristianos. Que el pueblo de Dios advierta si no está obstruyendo la manifestación de la Iglesia por este espíritu. Yo creo que difícilmente haya alguna actividad pública de los hombres cristianos (al menos los de clases más altas, o de aquellos que son activos en las iglesias denominacionales) que no se halle infectada con este espíritu. Pero la tendencia de ello es evidentemente hostil a los intereses espirituales del pueblo de Dios, y a la manifestación de la gloria de Cristo.

Los cristianos son poco conscientes de hasta qué punto este espíritu domina en sus mentes; de cómo buscan lo suyo propio, y no lo que es de Cristo Jesús; de cómo aquél seca los manantiales de la gracia y de la comunión espiritual; de cómo estorba aquel orden al que acompaña la bendición: reunirse en el nombre del Señor. Ninguna congregación que no esté dispuesta a abarcar a todos los hijos de Dios sobre la base plena del Reino del Hijo puede encontrar la plenitud de la bendición, porque no la contempla —porque su fe no la abraza—.

Donde dos o tres están congregados en Su nombre (Mateo 18:20), su nombre se halla grabado allí para bendición, por cuanto ellos están reunidos en la plenitud del poder de los invariables intereses de aquel reino perdurable en el cual tuvo a bien el glorioso Jehová glorificarse a sí mismo, y hacer conocer su nombre y su virtud salvadora en la Persona del Hijo, por el poder del Espíritu.

En el Nombre de Cristo, por tanto, ellos, en la medida de su fe, penetran en los plenos consejos de Dios, y son “colaboradores según Dios”. Por ende, cualquier cosa que pidieren, les será hecho, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Pero los lazos de comunión que no son constituidos según el alcance de los propósitos de Dios en Cristo, destruyen el mismo fundamento sobre el cual descansan estas promesas, así como su propia consistencia. No quiero decir que los tales no puedan hallar alguna pequeña medida de alimento espiritual, el cual, aunque generalmente de carácter parcial, pueda ser adecuado para fortalecer su esperanza de vida eterna. Pero la gloria del Señor es algo que cala hondo en el alma creyente, y, en la medida que la busquemos, será hallada la bendición personal. Esto me hace pensar (pues todos sin duda tienen alguna porción distinta de la forma de la Iglesia) en aquellos que repartieron entre sí los vestidos del Salvador; mientras que aquella túnica interior, que no podía ser rasgada, la cual era inseparablemente una en su naturaleza, sobre ella echaron suertes, para ver de quién sería. Pero mientras tanto, Su nombre, la presencia del poder de esa vida que les habría de unir a todos en el orden adecuado, es dejado expuesto y deshonrado.

Amados hermanos del Señor —vosotros que le amáis con sinceridad, y os gozais cuando oís su voz—, pasemos ahora, pues, a considerar cuál es la exigencia práctica de nuestra situación presente. Sopesemos Sus pensamientos respecto de nosotros. El Señor ha dado a conocer Sus propósitos en Él, y la manera en que estos propósitos son llevados a cabo. Nos ha dado “a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra. En él asimismo tuvimos herencia” en uno y en Cristo (Efesios 1). Sólo en él, pues, podemos hallar esta unidad. Pero la Palabra bendita (¿y quién puede ser lo bastante agradecido por ella?) nos informará aún más. En cuanto a sus miembros terrenales, se habla de “congregar en uno a los hijos de Dios que están dispersos” (Juan 11:52). Y ¿cómo es esto? En “que un hombre moriría por ellos”. Como lo declara nuestro Señor en vista del fruto de la aflicción de Su alma: “Yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir” (Juan 12:32). Es, pues, Cristo quien atrae a sí mismo, y nada que falte de esto o que sea menos que esto puede producir la unidad: “El que conmigo no recoge, desparrama” (Lucas 11:23), y él atraería a todos a sí mismo por haber sido levantado de la tierra.

El siervo es quien ha de ser honrado. Si queremos ser siervos, es necesario que lo seamos siguiendo a Aquel que murió por nosotros. Y al seguirle a él, nuestra honra será estar con él “en su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles” (Lucas 9:26). A pesar de que la Iglesia esté disgregada por haberse hecho como un cuerpo de este mundo, y de un Despertar tan imperfecto al haberse descubierto la libre esperanza de gloria, es un motivo de profundo agradecimiento el hecho de que los creyentes tengan delante de sí un camino delineado en la Palabra, y de que, si bien aún no se nos ha concedido el privilegio de ver la gloria de los hijos de Dios, la senda de esa gloria en el desierto nos haya sido revelada. Tenemos la seguridad, en doctrina, de que la muerte del Señor, en quien vino el libre don, es el único fundamento sobre el cual el alma es edificada para gloria eterna. Por cierto que me dirijo únicamente a los que creen esto. Nuestro deber como creyentes es ser testigos de lo que creemos. “Vosotros”, dice el Dios de los judíos por medio del profeta Isaías (43:10), “sois mis testigos”, en su desafío a los dioses falsos; y como Cristo es el Testigo fiel y verdadero (Apocalipsis 3:14), así también debe serlo la Iglesia. “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa,  pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1.ª Pedro 2:9).

¿De qué, pues, ha de ser testigo la Iglesia, en contra de la gloria idólatra del mundo? Precisamente de esa gloria adonde Cristo ha sido exaltado, mediante la conformidad práctica con Su muerte; ha de ser testigo de su verdadera creencia en la cruz, por el hecho de ser ellos mismos crucificados al mundo, y el mundo a ellos. La unidad, la unidad de la Iglesia, a la cual “el Señor añadía cada día … los que habían de ser salvos” (Hechos 2:47) fue tal cuando ninguno decía ser suyo nada de lo que poseía, y cuando “su ciudadanía estaba en los cielos” (Filipenses 3:20); porque ellos no podían ser divididos en esa común esperanza. Ello unía inevitablemente los corazones de los hombres. El Espíritu de Dios ha dejado constancia del hecho de que la división empezó acerca de los bienes de la Iglesia, aun en su mejor uso, de parte de aquellos interesados en ellos; porque allí cabía la posibilidad de división, allí cabían intereses egoístas.

¿Deseo yo que los creyentes corrijan las iglesias? Les estoy rogando que se corrijan a sí mismos, viviendo en conformidad, en cierta medida, con la esperanza de su llamamiento. Les ruego que demuestren su fe en la muerte del Señor Jesús, y que su gloria sea en la maravillosa certeza que han obtenido por medio de ella, conformándose a esa muerte, mostrando su fe en Su venida, y esperándola en la práctica mediante una vida conforme a los deseos que esta esperanza conlleva.

Que ellos testifiquen contra la mundanalidad y la ceguera de la Iglesia; pero que sean consecuentes en su propia conducta: “Vuestra gentileza [lit., dulzura, moderación] sea conocida de todos los hombres” (Filipenses 4:5).

Mientras que prevalezca el espíritu del mundo (y, estoy convencido de ello, muy pocos creyentes son conscientes de cuánto prevalece), no podrá subsistir la unión espiritual. Pocos creyentes son realmente conscientes de cómo el espíritu que abrió gradualmente la puerta al dominio de la apostasía, sigue arrojando su perniciosa y funesta influencia sobre la Iglesia profesante.

Ellos piensan que porque han sido librados de su dominio mundano, quedan eximidos del espíritu práctico que le dio origen; y que porque Dios ha efectuado mucha liberación, deben estar por ello satisfechos. Pero nada podría dar un más claro testimonio de cuánto se han alejado del pensamiento del Espíritu de la promesa, el cual, teniendo ante sí el premio del supremo llamamiento de Dios, siempre prosigue hacia él, siempre busca “conformidad con Su muerte”, a fin de alcanzar la resurrección de entre los muertos (Filipenses  3:10). Ellos esperan al Señor, y, mirando a cara descubierta Su gloria, van siendo “transformados en la misma imagen de gloria en gloria” (2.ª Corintios 3:18).

Pues, preguntémonos: ¿Está la Iglesia de Dios como los creyentes desearían tenerla? ¿Acaso no creemos que la Iglesia, como cuerpo, se ha alejado completamente de Él? ¿Está ella restaurada de modo que cuando Él se manifieste, sea glorificado en ella? ¿Es la unión de los creyentes de una naturaleza tal que el Señor la considera su característica peculiar? ¿No quedan impedimentos por quitar? ¿No hay un espíritu práctico de mundanalidad en esencial desacuerdo con los verdaderos fines del evangelio, a saber, la muerte y el retorno del Señor Jesús como Salvador? ¿Pueden los creyentes decir que obran según el precepto de que sea conocida su moderación de parte de todos los hombres?

Creo que Dios está obrando por medios y modos poco conocidos; que está preparando “el camino del Señor, y enderezando sus sendas”; haciendo, mediante una combinación de providencia y testimonio, la obra de Elías. Estoy persuadido de que Él avergonzará a los hombres exactamente en las mismas cosas en que se han jactado. Estoy persuadido de que Él manchará la soberbia de la gloria humana, y que “la altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y Jehová solo será exaltado en aquel día. Porque día de Jehová de los ejércitos vendrá sobre todo soberbio y altivo, sobre todo enaltecido, y será abatido; sobre todos los cedros del Líbano altor, y erguidos, y sobre todas las encinas de Basán; sobre todos los montes altos, y sobre todos los collados elevados; sobre toda torre alta, y sobre todo muro fuerte; sobre todas las naves de Tarsis, y sobre todas las pinturas preciadas. La altivez del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y solo Jehová será exaltado en aquel día. Y quitará totalmente los ídolos. Y se meterán en las cavernas de las peñas y en las aberturas de la tierra, por la presencia temible de Jehová, y por el resplandor de su majestad, cuando él se levante para castigar la tierra” (Isaías 2).

Pero hay una parte práctica que los creyentes deben realizar. Pueden poner sus manos en muchas cosas que en sí mismas son inconsecuentes en la práctica con el poder de aquel día —cosas que demuestran que los tales no tienen su esperanza puesta en este último—, con una conformidad con el mundo que demuestra que la cruz no tiene su propia gloria a sus ojos.Que ellos puedan sopesar estas cosas. Éstos no son sino puntos sueltos que pongo a vuestra consideración. Pero, ¿son ellos el testimonio del Espíritu, o no? Sometamos cada una de estas consideraciones a la prueba de la Palabra. Que la poderosa doctrina de la cruz sea testificada a todos los hombres, y que los ojos del creyente sean fijados en la venida del Señor. Pero no defraudemos a nuestras almas de toda la gloria que acompaña esa esperanza, por poner nuestros afectos en cosas que, según se demostrará, han tenido su origen en este mundo, y que terminarán con él. ¿Soportarán Su venida?

Además, la unidad es la gloria de la Iglesia; pero una unidad para asegurar y promover nuestros propios interesesno es la unidad de la Iglesia, sino confederación y negación de la naturaleza y de la esperanza de la Iglesia. La unidad, esto es, la de la Iglesia, es la unidad del Espíritu, y sólo puede tener lugar en las cosas del Espíritu, y por ello sólo puede consumarse en personas espirituales.

Tal es ciertamente el carácter esencial de la Iglesia, y esto testifica fuertemente al creyente acerca del estado actual de la Iglesia. Pero, pregunto, si la Iglesia profesante busca intereses mundanos, y si el Espíritu de Dios está entre nosotros, entonces, ¿podrá ser Él acaso el ministro de la unidad en tales ocupaciones? Si las varias iglesias profesantes la buscasen, cada una por sí misma, no hace falta dar ninguna respuesta. Pero si se unen en buscar un interés común, no nos engañemos; hay dos cosas que tenemos que considerar. Primero, ¿son los objetivos en nuestro trabajo, exclusivamente los objetivos del Señor, y ningún otro? Si no lo han sido en los cuerpos separados los unos de los otros, no lo serán en ninguna unión de ellos juntos. Que el pueblo del Señor sopese esto. En segundo lugar, que nuestra conducta sea el testigo de nuestros objetivos. Si no estamos viviendo en el poder del reino del Señor, ciertamente no seremos consistentes en la búsqueda de sus objetivos.

Que esto cale hondo en nuestros pensamientos, mientras pensamos qué cosa buena podemos hacer para heredar la vida eterna, para vender todo lo que tenemos, tomar nuestra cruz, y seguir a Cristo. ¿No toca esto muy de cerca los corazones de muchos? Tengamos pues muy en cuenta las siguientes verdades: que las así llamadas comuniones —en cuanto al pensamiento del Señor acerca de su Iglesia— son desunión; y, de hecho, un repudio a Cristo y a la Palabra. “¿No sois carnales, y andáis como hombres?” “¿Acaso está dividido Cristo?” (1.ª Corintios 3:3)  ¿Acaso no está dividido en lo que toca a nuestros corazones desobedientes? Les pregunto a los creyentes: “Pues habiendo entre vosotros divisiones ¿no sois carnales, y andáis como hombres?” (1.ª Corintios 1:13).

Es más, no existe entre vosotros ninguna unidad de que se haga profesión. En tanto los hombres se jacten en ser Anglicanos, Presbiterianos, Bautistas, Independientes, o cualquier otra cosa, son por ello anticristianos. ¿Cómo, pues, hemos de ser unidos? Contesto: tiene que ser la obra del Espíritu de Dios. ¿Seguís vosotros el testimonio del Espíritu en la Palabra en su aplicación práctica a vuestras conciencias, no sea que aquel día os tome desprevenidos? “En aquello a que hemos llegado, sigamos una misma regla, sintamos una misma cosa; y si otra cosa (es decir: algo diferente) sentís, esto también os lo revelará Dios” y nos mostrará el buen camino (Filipenses 3:15-16). Descansemos en esta promesa de Aquel que no puede mentir. Que los fuertes soporten las flaquezas de los más débiles, y que no se agraden a sí mismos. Iglesias profesantes (y más aquellas instituidas por el Estado) han pecado grandemente al insistir en cosas de poca importancia y al estorbar así la unión de los creyentes; y de este cargo son gravemente culpables los dirigentes de las diversas iglesias.

El orden, sin duda, es algo necesario; pero allí donde dicen: «Estas cosas son insignificantes y sin importancia en sí mismas; por lo tanto, vosotros tenéis que usarlas para complacernos a nosotros», la palabra del Espíritu de Cristo dice: «Son insignificantes; por lo tanto, cederemos a vuestra debilidad, y no pondremos tropiezo a un hermano por quien Cristo murió.» Pablo jamás habría comido carne, si al hacerlo hubiese herido la conciencia de un hermano débil, por más que el hermano débil haya estado errado. Y ¿por qué se insiste tanto en esas cosas a las que le restan importancia? Porque otorgan distinción y un lugar en el mundo. Si fuesen deshechos el orgullo de autoridad y el orgullo de separación (ninguno de los cuales son propios del Espíritu de Cristo), y si fuese tomada la Palabra de Dios como la única guía práctica, y los creyentes procurasen obrar en conformidad con ella, nos evitaríamos mucho juicio, aunque quizás no hallemos enteramente la gloria del Señor, y más de un pobre creyente, a quien el Señor tiene en vista para bendición, hallaría consuelo y reposo. Mas a los tales digo: No temáis, sabéis a quién habéis creído, y si en verdad vienen juicios, queridísimos hermanos, podéis alzar vuestras cabezas, “porque vuestra redención está cerca” (Lucas 21:28).

Pero en cuanto a las iglesias (si todavía el Señor tuviese misericordia, pues él no podría aprobarlas en su estado presente, como todos debieran de admitir), júzguense a sí mismas por la Palabra. Que los creyentes quiten todas las cosas que estorban la gloria del Señor, ocasionadas por sus propias inconsistencias, y por las cuales se asocian al mundo, y pierden su discernimiento. Que tengan comunión los unos con los otros, que busquen la voluntad de Dios en su Palabra, y verán si no sigue la bendición; en todo caso la bendición les seguirá a ellos; encontrarán al Señor como aquellos que le han esperado, y que pueden regocijarse de corazón en Su salvación. Que empiecen por estudiar el capítulo doce de la epístola a los Romanos, si es que creen que son partícipes de la inefable redención consumada por la cruz.

Permítaseme, en amor, hacer una pregunta a las iglesias profesantes. Muchas veces han declarado a los católicos romanos, y con verdad, su unidad en la fe doctrinal. ¿Por qué, pues, no hay una unidad real? Si ven errores los unos en los otros, ¿no deberían humillarse los unos por los otros? Pues, en aquello a que se ha llegado ¿por qué no seguir la misma regla, hablar la misma cosa?, y si en algún punto ha habido diversidad de pensamiento (en lugar de contender sobre la base de la ignorancia), ¿por qué no esperar con oración, a fin de que esto también se los revele Dios? Y aquellos que aman al Señor entre los tales, ¿no deberían procurar discernir las causas? Sin embargo bien sabemos que, hasta que no sea expurgado de en medio de ellos el espíritu del mundo, no puede haber unidad, ni pueden hallar los creyentes reposo seguro. Temo que no sea con “espíritu de juicio y con espíritu de devastación” (Isaías 4:4). Los hijos de Dios sólo pueden seguir una cosa: la gloria del nombre del Señor, y únicamente conforme al camino señalado en la Palabra; si la iglesia profesante se siente orgullosa de sí misma, y descuida este objetivo, no le queda otro recurso, sino seguir los mismos pasos del Señor, quien, para santificar al pueblo mediante Su propia sangre, “padeció fuera de la puerta”; y así ellos tendrán también que salir “a él, fuera del campamento, llevando su vituperio” (Hebreos 13:12-13).

Bueno sería ponderar cuidadosamente los capítulos dos y tres de Sofonías. ¿Qué es lo que está pasando en Inglaterra en este momento, un momento de ansiedad y conflicto de juicio entre sus políticos e intelectuales? ¿Por qué vemos a las iglesias valiéndose de la abogacía de aquellos que no son creyentes (y lo digo sin menosprecio para ninguno), con el objeto de obtener alguna participación, o de mantener para sí, los beneficios temporales y los honores de ese mundo del cual vino el Señor para redimirnos? ¿Se asemeja esto a Su pueblo peculiar? ¿Qué tengo que ver yo con estas cosas? Nada. Pero como hay hermanos que se hallan asociados tanto con el uno como con el otro, cada uno que piensa en ello tiene que testificar con todas sus fuerzas, para que de una manera u otra pueda mantenerse libre de ello, a fin de que no sea avergonzado en el día de la venida del Señor. Y muchos en quienes el pueblo de Dios ha puesto su confianza, y en quienes ha contando como entendidos, siguen la misma ruta; y los simples, como los que siguieron a Absalón, siguen en pos de ellos, sin saber adonde van.

Bien podemos creer lo que es esta abogacía. Pero qué sustituto miserable en lugar de apoyarse en el Señor Jehová, el Salvador, para la prosperidad espiritual de Su propio pueblo, con hermanos que llevan a cabo su servicio a los demás en la oración y en el ministerio por amor a Su nombre: mientras que, como bien podríamos suponer, los abogados de aquéllos los usan meramente como instrumentos que sirven para sus propios propósitos partidarios. Pero tales alianzas no pueden prosperar.

¿Qué debe hacer, entonces, el pueblo del Señor? Que esperen en el Señor, y que esperen según la enseñanza de Su Espíritu, y en conformidad a la imagen del Hijo por la vida del Espíritu.

Que sigan su camino tras las huellas del rebaño, si desean saber dónde el buen Pastor apacienta su rebaño al mediodía (Cantares 1:7-8). Que sean seguidores de que, por fe y con paciencia, heredan las promesas (Hebreos 6:12), acordándose de la palabra: “Ata el testimonio, sella la ley entre mis discípulos. Esperaré, pues, a Jehová, el cual escondió su rostro de la casa de Jacob, y en él confiaré ” (Isaías 8:16-17). Y si el camino parece oscuro entre ellos, que traigan a la memoria la palabra de Isaías: “¿Quién hay entre vosotros que teme a Jehová, y oye la voz de su siervo? El que anda en tinieblas y carece de luz, confíe en el nombre de Jehová, y apóyese en su Dios” (Isaías 50:10).

Si me preguntan otra vez qué tengo yo que ver con ellos, sólo puedo contestar que tengo una ferviente solicitud por ellos; por los disidentes, a causa de su integridad de conciencia y, a menudo, su profunda comprensión de los pensamientos de Cristo; y por la Iglesia, si sólo fuera por amor a la memoria de aquellos hombres que, por mucho que hayan estado enredados exteriormente con lo que era ajeno a su propio espíritu y no hayan podido librarse de ello, sin embargo parecen haber bebido interiormente del Espíritu de Aquel que los llamó, más profundamente que cualquiera desde los días de los apóstoles; hombres en cuya comunión me regocijo con agradecimiento, a quienes me place honrar. Pero, ¿no hay ninguno que recuerde el espíritu que los caracterizó? Nosotros tenemos muchas ventajas que ellos no tuvieron.

Quiera Dios manifestar el poder de su Espíritu en muchos para efectuar la obra entretanto se dice: Hoy. Quiera él quitar el espíritu soñoliento de los que duermen, y guiar en Su propia senda —una senda estrecha pero bendita, senda que conduce a la vida, la senda que transitó el Señor de la gloria—  a aquellos a quienes ha despertado, para que caminen en la luz del Señor.